«Durante varios años había vivido aburrido. No con el aburrimiento lloriqueante e inquieto de un niño (aunque no era inmune a ello), sino con un malestar denso que todo lo cubría. Tenía la impresión de que nunca jamás volvería a haber nada nuevo bajo el sol. La nuestra era una sociedad completa y ruinosamente derivativa. Éramos la primera generación de seres humanos que jamás podría ver nada por primera vez. Contemplamos las maravillas del mundo con ojos mortecinos, de vuelta de todo. Mona Lisa, las pirámides, el Empire State Building. El ataque de un animal selvático, el colapso de antiquísimos glaciares, las erupciones volcánicas. No consigo recordar ni una sola cosa asomprosa que haya visto en persona que no recordase de inmediato a una película o a un programa de televisión. A un puto anuncio. ¿Conocen el espantoso sonsonete del indiferente? «Ya lo he viiistooo». Bien, pues yo lo he visto literalmente todo. Y, lo peor, lo que de verdad provoca que me entren ganas de saltarme la tapa de los sesos, es que la experiencia de segunda mano siempre es mejor. La imagen es más nítida. La visión, más intensa. El ángulo de la cámara y la banda sonora manipulan mis emociones de un modo que ha dejado de estar al alcance de la realidad. No estoy seguro de que, llegados a este punto, sigamos siendo realmente humanos, al menos aquellos de nosotros que somos como la mayoría de nosotros: los que crecimos con la televisión y el cine y, ahora, Internet. Si alguien nos traiciona, sabemos qué palabras decir; si queremos hacernos el machote o el listillo o el loco, sabemos qué palabras decir Todos seguimos el mismo guión manoseado.
Es una era difícil en la que ser persona. Simplemente una persona real, auténtica, en vez de una colección de rasgos seleccionados a partir de una interminable galería de personajes.» (Traducción: Óscar Palmer)